Un mito es la consagración de ideas profundas, joyas de cada cultura que en ocasiones tardan siglos en amasarse; dicho de otro modo, la concreción de un mito es un proceso largo, arduo en el que intervienen enormes dosis de abstracción y una multiplicidad de formas de expresión. Sin embargo, ocasionalmente, cuando concurre la expresión correcta y la observación adecuada un autor puede – sin propornérselo – construir personajes que, superada la prueba del tiempo, alcanzan la categoría de mitos en el contexto de sus culturas.
Cervantes construye el personaje del Quijote como un monumento a la libertad en el momento de la explosión del espíritu humano en el renacimiento – algo que no lograría Rabelais con su Gargantúa, gran personaje pero no un mito -, Balzac realiza la hazaña novelística de su siglo retratando la Francia de su tiempo en toda su grandeza y toda su miseria, pero César Birotteau no es un mito; Proust dio paso a la novela contemporánea y, en su grandeza, ni Swann ni Odette de Crézy, son auténticos mitos. El mito no depende del autor sino de la lectura que las siguientes generaciones hacen de su obra; sin embargo, sólo personajes que reúnen el ideal o la dinámica del momento de su creación alcanzan esa categoría: Ana Karenina, la Lolita de Nabokov.
Entre octubre y diciembre de 1856, la Revue de Paris, publicó por entregas Madame Bovary, de Gustave Flaubert, al año siguiente aparecía recogida en un libro. Unos cuarenta años después, Jules Gaultier, psicólogo, acuñó el término “bovarismo”, para denotar una “anomalía que consiste en una alteración del sentido de la realidad, de raíz esquizoide, por la que una persona se considera otra distinta de la que realmente es”, en otras palabras, como dice Nelly Vélez, “La distancia que existe en cada individuo entre lo imaginario y lo real, entre lo que es y piensa que se es“. A partir de ese momento, Bovary se va constituyendo en uno de los elementos del imaginario colectivo occidental y como el epítome de la perdición romántica.
En el fondo, es Flaubert el que ha creado un personaje que no sólo parecía destinado a romper las cadenas del tiempo, sino a convertirse en una lectura de la condición humana frente al ideal subvertido por la realidad y frente al espíritu sometido a las tensiones de su tiempo y su espacio. Flaubert abandona el credo novelístico de sus predecesores, preludia a Proust, abandonando el núcleo narrativo centrado en la acción, el entorno y aún en la técnica narrativa tradicional para ubicarse en el universo interior del personaje, esto es desde su evolución psicológica, su emotividad y sensibilidad y en su enfrentamiento con el mundo real.
En efecto, es precisa y exacta la descripción ambiental que hace Flaubert, pero sólo en el sentido funcional de la percepción de Emma Bovary, es su visión la que justifica la belleza o la fealdad del mundo, por eso, el efecto alcanzado es tan preciso y el personaje parece tan vivo que excedería el momento de la novela tradicional para aparecer como una narración contemporánea, casi un reportaje y, en ese sentido universaliza y trasciende la creación.
Vélez Sierra, en lo formal, atribuye como elementos narrativos en Bovary, los siguientes:
La estructura narrativa de Madame Bovary, avalada por el diseño del personaje principal, incluye el tratamiento del paisaje, la descripción pormenorizada del entorno vital, utilización reiterada de la tercera persona como medio expositivo de los acontecimientos, juego del tiempo narrativo, con alternancia de sucesos presentes, evocación retrospectiva del pasado en forma de relato o de recuerdo; prospección hacia el futuro en forma de deseo o proyecto.
Sin embargo, no es en esa modernización de la estructura narrativa en la que triunfa Flaubert con mayor contundencia, sino en el dominio de un lenguaje en el que las palabras – como acontece con todos los idiomas – no alcanzan a retratar la totalidad del sentimiento ni en el dolor ni en el goce; antes bien, mediante la narración y la descripción, crea ámbitos de credibilidad y de expresión que acercan al lector a una comunidad de sensaciones que desatan la comprensión de los sentimientos. Así, dice Flaubert:
Deberían eliminar, pensaba él, las frases exageradas que esconden los afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces con las metáforas más vacías, puesto que nadie, nunca, puede dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus concepciones, ni de sus dolores, y porque la palabra humana es como un caldero roto en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos enternecer a las estrellas.
De ahí, que el ataque verbal de Flaubert no consista en la inútil descripción del sentimiento tal y como se presenta, sino en su dinámica frente a los hechos y su asimilación espiritual a través de los ojos y el corazón de Emma; mucho se ha dicho de la migración del propio Flaubert hacia su personaje; sin embargo, dejando de lado ese dato que puede o no resultar fundamental, el autor a aprendido a que el sentimiento en bruto, en estado de pureza, como diría Alfonso Reyes, no existe sino que se presenta como reacción o como motor de la realidad en la que se desenvuelve el personaje, así:
Poco a poco, estos temores de Rodolfo se apoderaron de ella. El amor la había embriagado al principio, y no había pensado en nada más. Pero, ahora que era indispensable para su vida, temía perderlo, o incluso que se molestara. Cuando volvía de su casa, lanzaba miradas inquietas a su alrededor, espiando cada forma que pasaba en el horizonte y cada tragaluz del pueblo desde donde pudiera verla. Escuchaba los pasos, los gritos el ruido de los arados; y se detenía más pálida y más temblorosa que las hojas de los álamos que se mecían sobre su cabeza.
En cierta manera, la propia resistencia de Flaubert a aceptar la realidad sin objeciones, su propio desarrollo como escritor que se salva por la pluma frente a los embates del mundo, encuentre en su Bovary la justificación última de su propia literatura. Dicho de otro modo, Madame Bovary no es una obra inocente, no es una anécdota contada por ejercicio estilístico ni por mero arte narrativo, al contrario, ya Ariel Bibliowicz, ha apuntado la relación entre literatura y resistencia que experimentó Flaubert como parte de su propia personalidad: “desde bien temprano en su vida, el adolescente Flaubert aprendió a usar la escritura como efectiva vía defensiva y para exorcizar su angustia existencial, a manera de venganza por ofensas conferidas o imaginadas. En efecto, Bibliowicz anotó que en el colegio fundó un periódico escolar satírico desde el cual “maltrataba a todos los que le desagradaban, alumnos, profesores, y notables personas de Ruan que le incomodaban. Lo expulsaron por pendenciero y desobediente…”
Es ese vaciamiento de la vida lo que permite también la irrupción de una novela basada en la experiencia vital del personaje, paradoja final de la literatura moderna, si se considera la vida de un personaje ficticio; pero es también gracias a ese manejo literario del lenguaje, que Flaubert trasciende en las siguientes generaciones de narradores; si su efecto sobre la literatura psicológica habrá de sentirse e incluso superarse en la narrativa de Proust, sus ecos resuenan hasta la corriente del nouvelle roman, y se perfilan como una de las características particulares de la era de madurez de la novela. Su proceso narrativo y creativo pone de rodillas al lector frente a la exposición indirecta de las ideas, esto es, no tocándolas jamás de frente ni mediante procedimientos discursivos, sino eligiendo confrontaciones vitales en las que la tensión narrativa se deposita en el ser del personaje y en su propia lectura de la realidad; para el caso de Emma Bovary el efecto resulta todavía mayor, toda vez que es la propia Emma la que construye un entorno ilusorio de acuerdo con su peculiar lectura de la realidad, obsérvese el siguiente párrafo de la novela:
Pero era sobre todo a las horas de las comidas cuando ya no podía más, en su pequeña sala de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los adoquines húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo del cocido, subían desde el fondo de su alma algo así como otras bocanas de hastío. Charles comía lentamente; ella se comía poco a poco unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se divertía haciendo rayas en el hule con la punta de su cuchillo.
Esta atribución de elementos humanos a los objetos inanimados, esta intención de volcar la realidad absoluta y plena hacia su significado o más bien, hacia la lectura desde la órbita del personaje, constituirán en adelante una forma de expresión habitual en la narrativa de occidente y se convertirán en una de las señas de identidad de la novelística; hoy no narramos igual que antes ni nos referimos a los entornos sólo por sus atribuciones físicas solamente, porque aprendimos a través de Flaubert y, acaso también desde Balzac, que esa realidad objetiva es sólo aparente y aparece como un símbolo de las apreciaciones profundas que hacemos los lectores, los personajes y quienes se avienen a la novela como una forma de diálogo o aprendizaje, señala con acierto Vélez, la cita de Jean Paul Sartre en su análisis de la Bovary, Al respecto, Jean-Paul Sartre afirma: “No cabe duda de que la meta esencial de esta técnica es someter el pensamiento a la forma, de manera indirecta”, y añade, para Flaubert, “la forma es la expresión indirecta de una idea”.
En efecto, para el autor, la transición de Emma Bovary, desde la pupila en el internado de monjas hasta la atormentada mujer suicida, pasa por un proceso de descomposición del personaje que afecta al lector y lo hace moverse en el marco de sus propios deseos y obsesiones; no es raro ver quien se siente retratado en las actitudes de Bovary, sobre todo en los productos menos acabados aunque más divulgados de su descendencia, como es la narrativa desde el canon de la narrativa para las grandes masas, como el Best Seller o la Telenovela; puesto en otros términos, el llamado de Flaubert al lector consiste en confrontarlo irónica y cínicamente, con esa parte de sí mismo que no se atrevería a reconocer y aunque no es poco lo que se ha escrito en las similitudes del Quijote con Emma Bovary, habría que reconocer que se trata de dos símbolos opuestos y que en ambos casos, una realidad tiranizan acaba por imponérseles, tal y como nos sucede a los lectores que nos enfrentamos a la locura bovariana.
Por principio la locura de Emma consiste en su paulatina renuncia a aceptar la realidad para imponerse una realidad ficticia cuyas consecuencias está dispuesta a pagar; existen dos párrafos que dan cuenta de esta situación no sólo irregular sino también patética; el primero:
Durante seis meses, a los quince años, Emma se ensució las manos con ese polvo de las viejas bibliotecas. Más tarde, con Walter Scott, se enamoró de las cosas históricas, soñó con cofres antiguos, salas de guardias y trovadores. (…). Emma fijaba sus ojos deslumbrados en los nombres de los autores desconocidos, condes y vizcondes (…) por eso puede expresar: “Ya leí todo”.
Desde luego que Emma Bovary pretende adueñarse del mundo a través de la literatura, absorbe todo cuanto lee y lo hace suyo, pero en ella prevalece el sentimiento sobre la razón y el deseo sobre la interpretación del dato fáctico. Esta necesidad de anclar sus obsesiones en el ámbito histórico va más allá del conocimiento de los hechos del pasado, es más bien la necesidad de anclarse ella misma en un proceso narrativo literario, como si estando viva tuviese la vocación de vivir como un auténtico personaje de novela, paradoja literaria si es que las hay.
Desde otro punto de vista, Emma no se queda en el umbral de la literatura, al contrario, su propia personalidad encarna la necesidad de la creación literaria como suplantación de la realidad, de ahí el segundo de los párrafos sobre la interpretación de Emma sobre el mundo:
Se compró un plano de la ciudad, y, con la punta de su dedo sobre el mapa, iba de compras en la capital. Subía por los bulevares deteniéndose en cada ángulo, entre las líneas de las calles (…). Devoraba sin nada excluir todas las reseñas de los estrenos, las carreras y las fiestas, le interesaba el debut de una cantante, la inauguración de un almacén. Conocía las últimas modas, la dirección de los buenos modistos (…).
Porque para Emma Paris no es la gran ciudad, no es la capital, es un mapa donde su imaginación la lleva a construir encuentros eventuales con Georges Sand o con Balzac que son de sus autores favoritos. El encuentro de la mujer con París, le hará entrever la grandeza a la que está llamada porque se ha apropiado ya de la ciudad a través del conocimiento ideal – nunca empírico – de sus calles y sus principales domicilios. Su discurso destruye el mundo de lo real en cuanto no se adapte a sus propias demandas ideales, de hecho, la única queja que puede presentar frente a su marido es precisamente esa, ser real, ser imperfecto por ser real, ser culpable por no desear la gloria ni la grandeza:
¡Si al menos tuviera por marido a uno de esos hombres de ansias taciturnas que trabajan por la noche en sus libros, y llevan al final, a los sesenta años, cuando llega la edad del reumatismo, un broche con una cruz en su vestido negro mal hecho! Habría deseado que ese nombre Bovary, que era el suyo, fuera ilustre, verlo exhibido en las librerías, repetido en los diarios, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ninguna ambición!
El efecto es inmediato en los lectores; en su reacción frente a la exposición al mundo fantástico de Emma Bovary y, entonces tenemos dos reacciones principales como dos lecturas posibles; leer la novela desde el punto de vista de Flaubert y erigirse como crítico de un ambiente que exige del hombre su sedación frente a una realidad tiránica, un mundo en el que los sueños deben ser reprimidos y la sociedad exige de cada uno conductas deseables pero que destruyen la personalidad y el deseo de cada uno, o bien, la lectura desde la óptica de la Bovary y entonces, en consecuencia, sentirse identificado con el dolor y la vergüenza que acompañan al deseo del personaje y en su enfrentamiento con la realidad que se resuelve con su suicidio.
De este modo, Flaubert logra construir uno de los principales mitos de la cultura occidental contemporánea; es de este modo, como la literatura se sacude de las circunstancias para entrar de lleno en el mundo de las ideas de los personajes y transfiere el diálogo con los hechos y las circunstancias al universalismo de la condición humana y su evolución a través del siglo.
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